martes, 3 de noviembre de 2009

Rayuela

-Te tengo lástima -insistió la Maga-. Ahora me doy cuenta. La noche que nos encontramos detrás de Notre-Dame también vi que... Pero no lo quise creer. Llevabas una camisa azul tan preciosa. Fue la primera vez que fuimos juntos a un hotel, ¿verdad?
-No, pero es igual. Y vos me enseñaste a hablar en glíglico.
-Si te dijera que todo eso lo hice por lástima.
-Veamos -dijo Oliveira, mirándola sobresaltado.
-Esa noche vos corrías peligro. Se veía, era como una sirena a lo lejos... no se puede explicar.
-Mis peligros son sólo metafísicos -dijo Oliveira-. Créeme, a mí no me van a sacar del agua con ganchos. Reventaré de una oclusión intestinal, de la gripe asiática o de un Peugeot 403.
-No sé -dijo la Maga-. Yo pienso a veces en matarme pero veo que no lo voy a hacer. No creas que es solamente por Rocamadour, antes de él era lo mismo. La idea de matarme me hace siempre bien. Pero vos, que no lo pensás... ¿Por qué decís: peligros metafísicos? También hay ríos metafísicos, Horacio. Vos te vas a tirar a uno de esos ríos.
-A lo mejor -dijo Oliveira- eso es el Tao.
-A mí me pareció que yo podía protegerte. No digas nada. En seguida me di cuenta de que no me necesitabas. Hacíamos el amor como dos músicos que se juntan para tocar sonatas.
-Precioso, lo que decís
-Era así, el piano iba por su lado y el violín por el suyo y de eso salía la sonata, pero ya ves, en el fondo no nos encontrábamos. Me di cuenta en seguida, Horacio, pero las sonatas eran tan hermosas.
-Si, querida.
-Y el glíglico.
-Vaya.
-Y todo, el Club, aquella noche en el Quai de Bercy bajo los árboles, cuando cazamos estrellas hasta la madrugada y nos contamos historias de príncipes, y vos tenías sed y compramos una botella de espumante carísimo, y bebimos a la orilla del río.
-Y entonces vino un clochard -dijo Oliveira- y le dimos la mitad de la botella.
-Y el clochard sabía una barbaridad, latín y cosas orientales, y vos le discutiste algo de...
-Averroes, creo.